Canciones de amor

El único inconveniente de vivir en mitad de la campiña era el largo trayecto al volante que debía recorrer todos los días para llegar a casa por un camino de tierra lleno de pedruscos y baches, pero merecía la pena, ya que me proporcionaba tiempo para meditar en la soledad de aquel terreno solo habitado por árboles, arroyos y pájaros, sobre mis problemas cotidianos, aunque lo que ocupaba mi mente en ese momento era la discusión que mantuve el día anterior con Diana, en la que acabamos gritándonos como posesos por culpa de su mal genio y mi ineptitud para saber manejarlo después de tanto tiempo de convivencia, cosa que pretendía arreglar con un ramo de orquídeas que había comprado en el mercado, en un intento de reconciliación que, en el momento en que aparqué el coche frente a la casa, estaba seguro de lograr alcanzar.

Una vez en la puerta de entrada, un ligero temblor de manos me impedía atinar con la cerradura. Tras pasar adentro, este se dobló en intensidad al ver esparcido por el suelo de la casa menaje, papeles, libros, herramientas, velas, tarros, cajones volcados y muebles fuera de su sitio, como si una pelea de osos hubiese estallado allí mismo o unos maleantes la hubiesen registrado. Todo eso carecía de importancia. En ese momento solo pensaba en Diana. Me precipité escaleras arriba con el corazón palpitándome como un martillo neumático. Abrí la puerta de su cuarto y vi que estaba vacío. Perdí el control y eché a correr por toda la casa gritando su nombre entre gañidos y jadeos, hasta que el último de ellos se apagó al encontrar la ventana de la cocina rota. Un solitario fragmento de cristal afilado se alzaba desde la base del marco cubierto de sangre como si alguien hubiese intentado escapar por el hueco dejando piel y carne en su filo, para huir campo a través de algo que escapaba a mi imaginación. No había tiempo para conjeturas, lo único importante era salvar a Diana de aquel o aquello que la perseguía. Subí al desván en busca de mi taser y salí afuera, histérico. Examiné la ventana rota desde el exterior y hallé un rastro de sangre que se internaba en el campo de trigo y continuaba durante varios cientos de metros en dirección a la carretera comarcal. Seguí el rastro hasta las tierras de los hermanos Bizarro, hombres de bien que solo se dejaban ver en época de recolecta. Desde allí divisé, con los últimos rayos de sol, una figura lejana que deambulaba cerca de un viejo cobertizo de madera. Se ocultó en él al ver cómo me acercaba a través del trigal. Sentí que la sangre se me agolpaba en las sienes al imaginar a mi chica a la espera de mi socorro. Aceleré la marcha empuñando el taser. En pocos minutos llegué al cobertizo y la puerta crujió al sentir el peso de mi hombro embistiéndola. En el interior, por fin, encontré a Diana. Estaba sola, con su vestido rasgado y la pierna cubierta de sangre a causa de un corte en su muslo. Agitaba un cuchillo de cocina lanzando sablazos al aire arriba y abajo, sin dejar de gritar, trastornada, que no me acercara y toda clase de insultos como cabrón enfermo, hijo de puta, loco de mierda… Esto me aclaró que nadie había entrado en mi casa, que se había herido ella sola al salir por la ventana de la cocina, y que, en realidad, todo esto se debía a que aún estaba enfadada conmigo. Me serené. Mi corazón volvía a latir con normalidad. Sonriendo, intenté abrazarla. Ella me lo agradeció con un corte en mi mejilla. Obligado por las circunstancias, la agarré por el brazo y le incrusté el electroshock entre las costillas durante más de medio minuto. Funcionó mejor que las palabras.

Cuando cayó inconsciente, pude llevarla a casa, curar su herida, atarla a la cama, aunque esta vez con mejores cuerdas, y cantarle una canción para ayudarla a dormir, sentado en una silla junto su lecho mientras contemplaba su rostro iluminado por la luz nocturna, convencido de que pronto dejaría de llorar y me perdonaría, porque Diana era diferente, y nunca tendría que llevarla al trigal como a las otras.




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