Whisky por Navidad


Abel, dueño y barman del pub Inferno, repasaba con un trapo las copas que colgaban sobre la barra mientras aquel individuo de la gabardina parda apuraba su novena copa de Blue label. Eran las tres de la madrugada. Hacía más de cuatro horas que había colgado el cartel de cerrado en la puerta del local. El suelo estaba fregado, las sillas descansaban boca abajo sobre las mesas, y todas las luces habían sido apagadas excepto la lámpara que iluminaba tras la barra. Sympathy for the devil de los Rolling Stone sonaba a bajo volumen. Abel nunca esperaba por nadie tras el cierre, pero cada copa de aquel whisky valía las horas extras soportando la verborrea sin fin de su último cliente.

—Créeme –dijo el cliente con cierta dificultad para pronunciar las palabras–, amigo, cuando te digo que mi padre es un verdadero cabronazo. Tienes que actuar y pensar como él diga. Si no… no eres digno. Y todos mis hermanos: unos lameculos. Era asqueroso ver cómo asentían sin cuestionar nada. "No opines; tan solo acata". Por eso vine a vivir a este lugar. Aquí soy libre; aquí soy el rey

—Disculpe –dijo Abel–, pero tenemos que marcharnos ya. Si no le importa abonarme la copa…

—Vaya. Me tenía por un tipo interesante. ¿Ya te he aburrido con mi historia? ¡Vamos! Dentro de esa botella quedan todavía un par de copas. La noche es joven.

—No para mí. Tengo dos princesitas en casa a las que les encanta desayunar temprano.

—Un padre modélico –dijo el individuo mientras rebuscaba en su cartera. Sacó de ella un billete de 500€, y lo dejó sobre la barra–. Déjame proponerte algo. Sirve esos dos últimos tragos y bebe conmigo. Quédate el resto como propina.

Abel dudó un instante. Acto seguido, cogió la botella de whisky y sirvió las copas. Se guardó el billete en el bolsillo, alzó el vaso en un gesto de cortesía y dio un sorbo. El individuo le correspondió, y dio un trago lento, saboreando la bebida con los ojos cerrados, sin prisa. Un poco de whisky se filtró por la comisura de sus labios, se deslizó por su barbilla mal afeitada, hasta derramarse gota a gota sobre las arrugas de su blusa.  Cuando , esbozó una sonrisa y retomó el parloteo. 

—Cómo te decía, mi padre y yo nos odiamos. Es un ser mezquino, pero, desde su posición de poder, sabe hacerse ver como alguien sabio y benevolente. Todos lo adoran. He intentado que vean su verdadero rostro, pero siempre he fallado. Por eso me marché. Ser libre y no permanecer bajo su sombra es lo único que pretendo. Aun así, él no me da tregua. Siembra desgracias allá por donde va, y siempre consigue que me culpen a mí de ellas: a su despreciable hijo. En serio, solo quiero que me olvide.

La frente de Abel se iba arrugando a medida que escuchaba. Comenzó a notar cierta rigidez en la nuca, y ladeó la cabeza  en un intento por destensar los músculos del cuello. Decidió cambiar de tema:

—¿De dónde eres? ­No tienes acento.

—No siento que pertenezca a ningún lugar. He recorrido este infierno de punta a punta.

—Deberías ser más positivo. El mundo puede ser un lugar estupendo.

—Cierto. Y ahí está la gracia. Los estúpidos siguen creyendo que algún día serán juzgados, sin saber que eso ya pasó hace milenios. Eso es lo que lo convierte en un infierno perfecto.

—No te entiendo.

—¡Debe de ser por el whisky! Bueno, intentaré explicarme: el sufrimiento, el pesar, la desesperación… no son nada por sí solos. Son la alegría, el amor y la felicidad los que los convierten en algo tan maravilloso. La angustia de una muerte segura… He de reconocerle su ingenio a ese cabronazo; a mí nunca se me hubiese ocurrido algo tan bueno. Morir. ¡Wow! –exclamó mientras asentía mirando al techo con su copa alzada–. Muy bueno, sí. Pero qué sería de la muerte sin la esperanza. ¿Ves a dónde quiero llegar?

—No sé qué pensar –dijo Abel, que notaba que le empezaban a sudar las manos, y bebió un largo trago con intención de apurar su copa lo antes posible–. Creo que tus ideas son algo extrañas.

—¿Eso crees? Imagino que te da miedo pensar que pueda tener razón. Eres muy feliz con tu vida, tu negocio y tu familia. A pesar de saber que algún día lo perderás todo, decides ignorarlo. ¿Pero y si le ocurriese mañana algo a tus hijas? Entonces opinarías igual que yo.

—Ya está bien. No quiero seguir con esta charla. ¿Nadie te espera en casa? ¿No tienes familia?

—He tenido más mujeres y hombres de los que pueden contarse –las palabras parecían luchar con su lengua, que se trababa cada vez más–. Y miles de hijos: unos auténticos anticristos, dicen. Y, a pesar de todo, ¿qué han conseguido? Nada en absoluto. Aunque no puedo culparles, son demasiado parecidos a vosotros. ¡Estáis podridos, ja, ja, ja! En cambio, a ese cabronazo le bastó con traer un solo hijo a este mundo para que su nombre perdurara hasta hoy en día. Y ni siquiera tuvo la honra de concebirlo como se debe. Así salió: un bastardo pomposo y petulante que consiguió que os tragaseis todas sus mentiras. Qué fácil fue para él brillar entre tanta corrupción.

—Se acabó –dijo Abel con recelo, como si tratase con un loco–. Es hora de ir a casa.

—Perdón. Discúlpame si te he molestado con mis desvaríos. Me marcho. Te agradezco que me hayas escuchado durante tanto tiempo. Necesitaba soltarlo. Siempre me pongo así en estas fechas; cada 23 de diciembre. Eres un buen tipo.

De repente sonó el teléfono del pub. Abel se estremeció. Salió disparado hacia el final de la barra y lo descolgó. Al otro lado se oía la voz de su mujer entre sollozos.

—¿Cariño? ­–preguntó Abel con el corazón acelerado­–. ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?

­—¡Las niñas! –contestó la mujer–. ¡Las niñas!

Abel giró la cabeza hacía la banqueta donde se sentaba el individuo y vio que estaba vacía, cuando comenzó a sonar el Paint it, black.

Ilustración por nayade.ilustration https://www.instagram.com/nayade.illustration/?hl=es






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